Entre los ecos de los Argamasones de Aparicio Grande.
… Y allá, en la cúspide del majestuoso Cerro de Aparicio Grande, cuando los primeros rayos del sol acarician con ternura los tejados de Gilena, emprendo mi ascenso como quien se dirige a un santuario sagrado, con el alma en silencio y el corazón palpitante.
No llevo más que mi cámara, una memoria y un corazón lleno
de historias. Allí, en lo alto, donde el viento parece susurrar en latín,
contemplo el yacimiento de los Argamasones, olvidado por muchos, pero sagrado
para mí.
Los sillares, las tégulas, los vasos rotos… . No son solo
fragmentos de barro cocido. Son las voces de un tiempo que aún respira bajo la
tierra. Allí sentado en una piedra, enfoco mi cámara, y mientras el obturador
captura el presente, mi alma se desliza hacia el pasado.
En mi mente, las ruinas cobran vida. Soldados romanos
marchan con paso firme, plebeyos regatean en mercados bulliciosos, esclavos
trabajan bajo el sol, y patricios discuten sobre política y vino. Y yo, vestido
con mi toga imaginaria, alzo la mano y saludo: “Ave, nomen mihi est Dimas.” Ellos me responden con una sonrisa: “Salve,
quid agis?”. Y por un instante, el
tiempo se pliega sobre sí mismo.
Hablan de legiones, de provincias lejanas, de cosechas y
banquetes. El aire se llena de aromas que ya no existen, de risas que se
perdieron en el polvo. Y justo cuando mi corazón se siente parte de ese mundo,
el presente me llama de nuevo. El viento cambia, la luz se transforma, y vuelvo a ser un hombre solitario, con una
cámara y un sueño siguiendo mi camino.
Pero no estoy triste. Porque sè que cada fotografía que tomo
es un puente entre dos épocas. Cada imagen es un testimonio de que el pasado no
está muerto, solo espera ser recordado.
Y así, día tras día, Dimas sigue subiendo al cerro. No por
nostalgia, sino por amor. Porque en cada piedra, en cada sombra, en cada rincón
de Argamasones, hay una historia que merece ser contada. Y él, con su mirada y
su alma, es el guardián de todas ellas.
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